Decidí anotarme finalmente en la facultad.
Apenas llegué a un pequeño edificio encasillado en la gran urbe, el hombre-robot del mostrador me recibió exigiéndome una serie de datos personales. Su tono era tan monótono que podía imaginarme como las raíces del automatismo iban creciendo en su interior, agarrotando hasta el último rastro de carisma. Era la primera vez que un extraño me preguntaba quién era sin siquiera mirarme a los ojos, por lo que un viejo temor se sacudió dentro mío y dudé si a mis 17 años estaba listo para enfrentar al mundo de los edificios y las corbatas.
Le di mi nombre y mi código de barras y mientras aquél hombre revolvía los bolsillos de mi intimidad, no pude evitar sufrir una extraña sensación de que me estaban atando de manos y piernas. El rumor del teclado llegaba a mis oídos como los cerrojos de puertas invisibles que se cerraban detrás mío.
-¿Dirección?
Me sentí encerrado y de pronto algo activó en mi cabeza un extraño mecanismo que me indicaba que estaba frente a una decisión más importante de lo que yo creía. A mis espaldas se estancaba un arroyo de gente que esperaba que el hombre del mostrador terminara de reproducir mi sombra en la computadora, pero mis reacciones estaban tan ahogadas en la desesperación que no podía articular palabra.
-¿Dirección?
Desvié la mirada y busqué en el suelo un resguardo para mis ojos que delatarían la indecisión que bloqueaba mi mente. ¿Éste era el mundo en el que quería vivir por el resto de mi vida; un mundo en el que la persona no es más que un número enfrascado en una realidad superflua y sin sentido? ¿Valdría la pena reemplazar la condición libre de mi espíritu por una mera ilusión?
Sabía que la gente comenzaba a impacientarse; petrificado allí frente al mostrador, los estaba privando a todos de preciosos minutos cuya importancia en ese entonces no comprendía. Contrólate, me suplicó una voz desde algún lugar de mi cabeza.
-Señor, necesito su dirección.
Pensé en huir, pero aquél hombre tenía una buena parte de mi de mi identidad desparramaba por el formulario de inscripción; ya no tenía escapatoria. Miré sobre mis hombros y me pregunté si todos ellos habrían sentido lo mismo que yo al momento de sacrificar la libertad del anonimato para tener un lugar en el mundo. Mi cabeza estallaba ante la idea de encontrarme dentro de la bolsa plástica de la globalización.
-¿Se encuentra bien?
Era demasiado tarde, y miré con desgano la corbata en mi cuello que se jactaba triunfante de que ya era un prisionero más. Entonces, cabizbajo, me rendí frente a la presión y terminé dándole manos y piernas al hombre-robot para que las encadenara. Le di mi dirección para atarme a un lugar y mi número de teléfono para que se enroscara a mi cuello junto a la corbata. No tardé en entregar los nombres de mis padres sintiendo como si los estuviera traicionando. Luego, y cómo acto que me definía para siempre como un eslabón más de una sociedad corrupta y absolutista, escribí sintiendo como mi alma resbalaba por la birome y caía muerta, desparramada por la hoja, con la forma de mi firma.
En tres días empiezo la facultad.
Apenas llegué a un pequeño edificio encasillado en la gran urbe, el hombre-robot del mostrador me recibió exigiéndome una serie de datos personales. Su tono era tan monótono que podía imaginarme como las raíces del automatismo iban creciendo en su interior, agarrotando hasta el último rastro de carisma. Era la primera vez que un extraño me preguntaba quién era sin siquiera mirarme a los ojos, por lo que un viejo temor se sacudió dentro mío y dudé si a mis 17 años estaba listo para enfrentar al mundo de los edificios y las corbatas.
Le di mi nombre y mi código de barras y mientras aquél hombre revolvía los bolsillos de mi intimidad, no pude evitar sufrir una extraña sensación de que me estaban atando de manos y piernas. El rumor del teclado llegaba a mis oídos como los cerrojos de puertas invisibles que se cerraban detrás mío.
-¿Dirección?
Me sentí encerrado y de pronto algo activó en mi cabeza un extraño mecanismo que me indicaba que estaba frente a una decisión más importante de lo que yo creía. A mis espaldas se estancaba un arroyo de gente que esperaba que el hombre del mostrador terminara de reproducir mi sombra en la computadora, pero mis reacciones estaban tan ahogadas en la desesperación que no podía articular palabra.
-¿Dirección?
Desvié la mirada y busqué en el suelo un resguardo para mis ojos que delatarían la indecisión que bloqueaba mi mente. ¿Éste era el mundo en el que quería vivir por el resto de mi vida; un mundo en el que la persona no es más que un número enfrascado en una realidad superflua y sin sentido? ¿Valdría la pena reemplazar la condición libre de mi espíritu por una mera ilusión?
Sabía que la gente comenzaba a impacientarse; petrificado allí frente al mostrador, los estaba privando a todos de preciosos minutos cuya importancia en ese entonces no comprendía. Contrólate, me suplicó una voz desde algún lugar de mi cabeza.
-Señor, necesito su dirección.
Pensé en huir, pero aquél hombre tenía una buena parte de mi de mi identidad desparramaba por el formulario de inscripción; ya no tenía escapatoria. Miré sobre mis hombros y me pregunté si todos ellos habrían sentido lo mismo que yo al momento de sacrificar la libertad del anonimato para tener un lugar en el mundo. Mi cabeza estallaba ante la idea de encontrarme dentro de la bolsa plástica de la globalización.
-¿Se encuentra bien?
Era demasiado tarde, y miré con desgano la corbata en mi cuello que se jactaba triunfante de que ya era un prisionero más. Entonces, cabizbajo, me rendí frente a la presión y terminé dándole manos y piernas al hombre-robot para que las encadenara. Le di mi dirección para atarme a un lugar y mi número de teléfono para que se enroscara a mi cuello junto a la corbata. No tardé en entregar los nombres de mis padres sintiendo como si los estuviera traicionando. Luego, y cómo acto que me definía para siempre como un eslabón más de una sociedad corrupta y absolutista, escribí sintiendo como mi alma resbalaba por la birome y caía muerta, desparramada por la hoja, con la forma de mi firma.
En tres días empiezo la facultad.